Relatos cortos

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Aquí encontrarás breves historias que quizá algún día alcanzarán el grado de novela. De momento, han sido el relax del escritor, pluma en puño sobre papel, vaciando la imaginación o el sentimiento, sin más.

SERIE COMPROMISO

El último y el primero

Isabel se ha levantado como un día más, un jueves más. Pero sabe que no es un día cualquiera, aunque hacia los demás trata de impostar una actitud corriente.

Su desayuno de mañana será el mismo que el de hoy, pero ya no tendrá que aparcar, como acaba de hacer, frente a la puerta del trabajo. Con la serenidad de un trámite, hoy las cosas son la última vez. Abre la puerta y entra en la sala donde las mesas vacías de sus compañeros aguardan a sus dueños. Como casi siempre, ha preferido ser la primera. Un lejano y rutinario buenos días suena desde el otro lado de la oficina.

Su puesto de trabajo es ya un impersonal lugar, sólo rodeado de los atributos que le confieren ese nombre. Isabel lleva semanas seleccionando los pequeños hitos que durante casi cuarenta años la han acompañado emocionalmente. Algunos, sólo unos pocos, como parte de la vida que ha desgastado en ese lugar, han llegado a casa en improvisadas bolsas. Otros, desprovistos por el paso del tiempo de cualquier resto de sentimiento, simplemente ya no están.

Hoy recibirá el adiós de los compañeros, el abrazo y los deseos de volver a verse, palabras que en la mayoría de casos flotarán eternas en el éter. Amigos que mañana entrarán con más intensidad que hasta ahora en la categoría de conocidos.

Isabel se ha hecho el propósito de transitar en este día como un día más. Pero en cada acto, la consciencia es traicionera y le va recordando que no es así. Que el café de media mañana ya no será más un descanso,

Porque eso es lo que ha consumido ella en todo este tiempo, vida. Casi trece años completos de su vida ha dejado en esa empresa. Otros compañeros quedaron atrás, muchos de ellos por la misma circunstancia que ella pasa ahora. Otros porque buscaron un lugar que les satisfacía más. Compañeros que en su día recibieron con los brazos abiertos a una joven con fuerza, alegría y vitalidad, que movía con su energía cielo y tierra. Una mujer que vivió el calvario de ser madre en un tiempo donde la equiparación con el hombre consistía en no tener permisos retribuidos, ni lactancias. Cuando el desempleo superaba los dos dígitos y las empresas y administraciones tenían el poder en sus manos. A pesar de eso, ella volcó su fuerza, su ser, en dar vida y luego en hacerla crecer. Fue amante esposa, madre celosa y llegado el momento hija de nuevo para unos padres ya mayores.

Hoy es el postrer día en que apagará el ordenador de su puesto de trabajo y como si nada hubiera ocurrido, ni nadie hubiera pasado por allí, los sistemas dejarán de reconocerla y borrarán todo recuerdo de ella. El postrer día en que cerrará los cajones vacíos y se llevará consigo casi cuarenta años de vivencias. La silla, su silla, quedará colocada en el lugar a la espera de que una joven con fuerza e ilusión ocupe el lugar, ajena al reto de superación de tu huella.

Hoy y mañana serán dos días muy distintos. Mañana, por tarde que parezca, empieza una vida en la que nadie marcará por ti lo que debes hacer ni cuándo. Desde que entraste en la escuela, el ritmo te lo ha marcado la sociedad. Escuela, universidad, vacaciones, exámenes, trabajo, todo ha decidido por ti. Por primera vez sólo tú dirigirás todo tu tiempo.

Sé bienvenida al mundo de los que lo han dado todo.

Disfruta de la vida que queda.

SERIE SOLEDAD

¿Y si compartimos la soledad?

Sentía la soledad dentro de sus venas, tan profundo era el silencio que a todas horas le rodeaba.

Aun así, se distraía viéndolo pasear con acertado equilibrio por el alero de la casa de enfrente. Luego se sentaba, oteando desde la altura a los viandantes y a los vehículos, sin mover un músculo que no fuera para girar el cuello al compás de algo interesante.

Transcurrían así horas; en ocasiones, veía cómo sus ojos casi se cerraban, amodorrado, aunque un espasmo de lucidez, sin motivo aparente, volvía a tensar su cuerpo.

Ángeles siempre estaba pendiente  «¿dónde estará?», le decía a él como si le incitara a dejar sus cosas para localizarlo.

Echaba en falta ahora lo que tanto le molestaba entonces. Cosas de la vida. La muerte producía un irremediable vacío y el que ella dejó fue muy grande. Tanto, que hasta su hijo primero y después su hija, habían decidido llenar sus vidas con otras almas, porque a ellos aún les quedaba mucho por caminar. Pero él no. Su despejada cabeza y las canas que toda su melena y la barba lucían, dejaban bien claro que a su edad ya había visto mucho. Visto y oído; por eso el silencio que ahora le rodeaba no le molestaba. Le dolía la soledad. Como a Negro. Así llamaba Ángeles al gato de los vecinos, porque era todo negro a excepción de una cresta blanca entre las orejas. Por eso localizarlo era tan difícil.

Desde que estaba solo era como si jugaran; mientras Negro paseaba y vigilaba desde el alero, él lo hacía desde la ventana de su casa. Era un contraste, negro y blanco, ambos vigías del mundanal silencio, uno a cada lado de la calle.

Pasó el otoño;  las lluvias y el frío del invierno les encerraron a cada uno en su torre con su soledad y con su silencio. Una mañana luminosa ya de primavera, abrió la ventana para oler los jazmines que Ángeles plantó un día en el alfeizar pero nunca llego a oler. El silencio se rompió con un maullido, con dos, con cinco seguidos que parecían una llamada rítmica.

Negro no estaba enfrente.

Negro estaba frente a él, en su ventana, con su cola acariciando las flores y sus ojos mirándole fijamente. ¿Y si compartimos la soledad?

SERIE COMPROMISO

Sin límite

A pesar de la avanzada edad de su cuerpo, su memoria se mantenía viva. Sus recuerdos, sólo vagamente difuminados por lo que quiso que fueran aquellos momentos y lo que realmente fueron, ocupaban casi todo el tiempo su mente despierta. Las cortas noches se paseaban por hipotéticos viajes a lugares que nunca había recorrido, y por experiencias inverosímiles;  los libros que leía y los documentales con los que entretenía su sobremesa, hasta que cerraba los ojos para una breve y reconfortante siesta, le proveían suficiente munición para soñar.

Pero el día era distinto. Olivia era consciente de rememorar su primer día en aquel hospital de paredes de barro, suelo de fango y techo de paja. Niños con las órbitas desencajadas, esqueletos andantes que sólo se dolían del hambre. Niñas cuyo oscuro futuro estaba escrito antes de nacer. «Doctora»,  la madre se dirigió a ella, y eso la hizo cobrar sentido de aquel momento. Era su primera vez, solo tenía veintiséis años; había jurado cuidar y sanar y su compromiso con el juramento sería absoluto.

Como lo fue tras aquel atentado en el que después de treinta y ocho horas atendiendo heridos que a veces  fallecían en sus manos, cayó extenuada junto a uno de ellos. Su compromiso no tenía límite, pero su cuerpo sí.

Con la madurez aprendió que el compromiso era una obligación contraída, la palabra dada, un acuerdo pactado. Tan fuerte era consigo misma, que pensar en romperlo la ofendía ¡qué contradicción!.

Su madre siempre le decía que tenía una enorme voluntad. Se equivocaba; era el compromiso consigo misma de no defraudarse.

Mas tarde se comprometió a educar a su hija, fruto de su compromiso con Javier.

Tal era este, que cuando la moto segó su porvenir, se convenció de que ningún otro hombre ocuparía su corazón.

Olivia, con esa sonrisa perenne que era casi un rictus de nacimiento, contemplaba a sus nietos jugar y correr felices ajenos a la vida que les habría de llegar. Les enseñaría, con su ejemplo, que comprometerse les hará mejores personas.

SERIE NEGRA

Fundiré a negro

Es su  olor el que me seduce, me atrae y me excita. También su tacto sedoso y viscoso.

Lo supe desde pequeño. Cuando de la muñeca de mi pequeña hermana brotaba una línea continua y roja. Escondí el cuchillo antes de que mi padre la oyera llorar y acudiera. Gema me miraba con ojos de pena, inundados de lágrimas; a sus dos años sólo sabía llorar.

La edad no perdona, a pesar de toda la experiencia acumulada cometí un fallo y lo peor es que ni me di cuenta, hasta hoy. Por eso estoy aquí, rodeado de todas las unidades de policía. Me hacen sentir especial.

A Javier ya le queda poco, al principio se ha resistido, como los demás, pero cuando ha comprendido que cuanto más excitado estuviera, antes se terminaría todo, se ha quedado calmado. Da igual, el cuerpo tiene un límite, es como un depósito  de sólidos y fluidos, y cuando  estos llegan a un mínimo, el cuerpo deja de funcionar. Primero se apaga la conciencia, se funde a negro. Después todo se detiene.

He perdido la cuenta, tengo treinta años y es tan difícil recordarlos a todos. Se convierte en una droga y soportar tres meses sin oler ni tocar, sin sentir la adrenalina de ver sus ojos atemorizados y horrorizados es mucho tiempo. En ocasiones me he autolesionado para poder soportar el síndrome. Pero no es lo mismo.

Ese policía no hace más que hablarme. Quiere convencerme de que, si me entrego, todo irá mejor. Que si Javier vive todo irá mejor ¿Mejor para quién? Me encerrarán en la cárcel y allí el síndrome no tardará en aparecer y me volverá loco. O recurriré a mí, hasta que un día funda a negro y se acabe todo. No, así no.

Javier está acabado. Ese aroma del final me excita. Pero no me entregaré. Fundiré a negro con él.

SERIE NEGRA

Hasta que la muerte…

Marta reconoció en aquellos ojos el peligro. No era la primera ocasión. Ojos rojos que no recordaban a la pasión encendida de cuando eran jóvenes. Aquellas miradas que hablaban sin palabras, que asentían con un largo parpadeo , que reían en silencio con los ojos saltones. Estos eran ojos ebrios que traían violencia. Hoy Marta se plantaba, aunque le costara caro a ella o quizá a ambos.

Como siempre él negó, ella acusó, la insultó, el primer paso de siempre. La empujó, el segundo paso. El tercero ya lo había aprendido a base de golpes, pero esta vez no sería así. No sería la débil Marta. Se enfrentó como él no lo esperaba. Paró el golpe, el primero, y la frustración del segundo también. Sabía que intentaría avasallarla con su fuerza avanzando como un torpe elefante, tropezaría, y eso le enfurecería.

Sólo entonces la escena cambió. No esperaba  que fuera ella quien le amenazara, siempre había sido blanda, débil, pusilánime. ¿Dónde estaba su Marta? Les separaba un cuchillo. «No te atreverás» dijo con ebria bravuconería contestada con silencio. Sólo tuvo que esperar a que su hombría le dictara quién mandaba. Se abalanzó como hacía siempre , para dominarla y someterla, y como casi siempre tropezó consigo mismo hasta que el frío metálico se lo impidió. Marta sintió el calor líquido a la vez que un involuntario sentimiento de agradable liberación. Asustada de sí misma dio un paso atrás, dos, tres, hasta dejarlo caer a sus pies, mirándola con moribundos ojos ebrios, que no de pasión, ni de amor, ni de perdón . «Hasta que la muerte nos separe» dijo el día más feliz de su vida; siempre creyó que aquello era un deseo de amor que Dios dictaba. Pero para ella se había convertido en una condena para la que nada había hecho de mal. Dios que todo lo sabe ¿por qué castigar así?

SERIE SOLEDAD

Conversaciones eternas 

Creo que mi soledad es mucho menos gravosa que la de tantos que se creen acompañados. Es cierto que poco puedo hablar, al menos en voz alta, porque para mis adentros las conversaciones son eternas y profundas. Reflexiones ininterrumpidas, pero no exentas de una voz contraria, la mía,  en un ejercicio de dualismo o de ventriloquia que ordenadamente se contrapone a mis propios argumentos.

Muchas horas de camino solitario sin un alma a la que saludar. Noches con la sola compañía de las lejanas estrellas, a veces con la más cercana de las nubes o la intimidad forzada de la niebla. Siempre con mis ovejas y mis dos compañeros de pastoreo, Cazón y Salitre.

Mi padre me enseño lo que sé, pero también me enseñó a valorar mi ignorancia en lo que no sé. Él era parco en palabras, quizá el resultado de muchos años de pastorear, encerrado en sus pensamientos. También eso me enseñó, hablar en mi interior mientras caminábamos junto a los animales.

Duro sí es, pero no por la soledad. Es duro andar contra el viento y la lluvia o bajo el Sol. Temer alimañas que por tierra y aire acechan sobre mi rebaño. Es duro soportar las trabas que el mismo hombre pone y escuchar después las alabanzas a la cría natural del ganado. La hipocresía es dura de asimilar.

Dicen, los que tropiezan una vez conmigo y nada más, que me compadecen por mi oficio. Yo les compadezco a ellos, porque son las cosas materiales con que se rodean, las que compran para calmar su soledad. Compran las historias en la televisión, el ejercicio en insanos locales, y rodearse de gente desconocida para comer o para beber dicen que bailando. Compran largos viajes para ver a otros cómo hacen lo mismo que ellos.

 Ellos se compadecen del silencio en el que oigo a las mariposas volar, de beber el agua cristalina recién nacida; sienten pena porque no tengo un techo y una cama confortable cada noche. Yo la siento por ellos, por no poder ver lo pequeños que somos ante el Universo de estrellas.

La soledad no está hecha de lo que no se tiene alrededor, está hecha de lo que sí se querría tener cerca. Por eso creo que algunos están más solos que yo, porque lo que querrían tener está demasiado inaccesible o simplemente no existe.

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