Escribir una historia no es algo tan antiguo como podamos pensar. El ejemplo más antiguo de que disponemos, dicen los eruditos, es la historia mesopotámica del rey Gilgamesh, dos mil y pico antes de Cristo. Diría que desde entonces la espiral creativa no ha dejado de crecer exponencialmente.
Y no es de extrañar. Leer sólo es posible cuando hay algo escrito. Y la lectura, a través de la imaginación, provoca nuevas fantasías. El deseo de escribirlas sólo está presente en unos pocos seres humanos que encuentran en ello placer, con la esperanza de deleitar a otros congéneres. Y como todos los placeres, no siempre se puede controlar el momento para gozar.
Así surge la pulsión por los relatos. Breves narraciones en comparación con las novelas, epopeyas, fábulas, incluso los cuentos.
Siempre he pensado que los poemas son la expresión sentimental que surge abruptamente del escritor. Pura pasión sin control.
En cierta manera eso son los relatos. Poemas en prosa. La necesidad inmediata de contar algo que florece en la mente de su autor. Una compulsión. Y como todas las flores, tienen una corta vida.
Escribir es compartir, un acto de solidaridad, frecuentemente banalizado por el mercantilismo que habitualmente lo acompaña.
Quizá el relato corto es lo más honesto y altruista. Son arrebatos, pulsiones que en forma escrita recogen la creatividad, el pensamiento profundo o la simple opinión.
Por eso me decidí a abrir mi página de relatos.
Pequeñas ideas, cuentos de mayores, que dan escape libre a la prolongada creatividad que supone la novela, que llena durante meses el día a día del escritor. El relato es la informalidad frente a la formal novela. Es la cana al aire. Es la locura de una noche. La espontaneidad. El aquí te pillo.




